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Mostrando entradas de 2013

Fulgencio abandonado - Marina C. Kohon y Cristian Cano

Se agacha y la panza le cuelga. Las bolsas repletas de latas se le caen. No desperdicia un vaso plástico, no Sr. Sirve para la noche, cuando está más solo. Dice que cada objeto mundano ciñe el sentido, eso o pegarse un tiro. Los ojos pardos, blancos y nevados de frío, de piel dura, de indiferencia, de todo. Levanta el vasito y lo observa. Mira adentro, quiere saber si está lindo para usar. Fulgencio no desea nada de nadie. Es más, da miedo orbitar en su mundo. Se convirtió en un trozo de madera hosco, en un ermitaño del más acá: ese lugar cerquita al que ninguno va. El más acá de Fulgencio, el mal que lo mata. Mundo-Fulgencio. Lo sobrante de la gente. Limpia el vaso de cumpleaños con una telita y regresa a lo suyo. El Emperador y el vasito. Lo complejo desvalorizado. La vida sencilla que destroza todo lo otro. Carne con tierra. Las personas le pasan por un lado como mundos indistintos: inerciales realidades en una Teoría de membranas. Si se miran, el Big Bang. Gente membrana. Pero no

Descripción de la muerte — Cristian Cano Y Carina Sedevich

Esperarte. Sentado en el patio, te espero. Sabé que puedo descubrir los cambios que el tiempo disfraza: el terrón arenoso, que degrada. Esperando, inquieto. Sepan que dejo cenizas en el piso. Y la nostalgia que siento no está en el pasado ni en el futuro, como dijo Pessoa. Si venís no habré aprendido nada. Si no venís, tampoco. La vida es demasiado corta para olvidar cualquier cosa.

Lápiz y papel

  Un monstruo explorador copión, dijo Valentín, y un maniquí verde que observó su reloj pulsera y enseño dientes nos arrebató con un lápiz.  Con una de sus manos nos trazó irremediables: movimiento poroso de avasallante dimensionalidad. Una realidad lindante que no deja espacios vacíos. La cominola que rebalsa.

La flor cortada - Cristian Cano y Claudia Isabel Lonfat

Me gustan mucho. Siempre traigo una y la pongo en un vaso con agua o la clavo en la maceta de la cocina. Sospecho que al pensar en una flor instantáneamente cortan una. Pero no soy una tijera, tampoco una mano indiscriminada. Imagino para tratar de no matar. Las veo enteras, fuertes y también peno por ellas hasta el punto de saberme un criminal. Momento aletargado y laceral: me digo que es el bien en contra del mal. A veces, ni lo pienso y la corto. La arranco y después sueño con un ejército arisco y floreado rivalizar con la muerte. La mía. Coloridamente proclaman: ¡asesino! Algo de culpa llevo. Me da lástima cortar las flores, pero con en el tiempo siempre descubro un aroma que me asegura: son suicidas. Viven y gozan el esplendor transformado cuando las decapitás y exhibís en el vaso con agua. Un acto abominable. Luego, me pasan otras cosas. Cosas que no puedo decirme en voz alta, que las reservo para mí. Cosas que empobrecen cualquier pensamiento y que solo mi mente es capaz de ver

El final — Nélida Magdalena González y Cristian Cano

Luego de una tempestad que duró dos semanas, escampó. Los lugareños salieron de sus casas a observar el cielo: temían por la siembra y era probable que se hubiese perdido todo. Don Héctor, un anciano del lugar, yacía quieto. Parecía inmovilizado. —¿Qué pasa abuelo? —le dijo su nieto—. La lluvia calmó, no cae una gota —Demasiada tranquilidad —respondió preocupado. El aire denso inquietaba a todos. Las miradas cómplices daban a entender que esperaban algo raro. No sabían qué podía ser. Tampoco era una sensación familiar. Menos los niños, que jugaban en los charcos, estaban todos en vilo. —¿Por qué no vas con esos chicos? ¿No te gusta embarrarte? —No —respondió su nieto—. Quiero estar con vos. Hace mucho que no hablamos. —No es un buen momento para hablar. Mañana, si querés. —No mirés más el piso, abuelo —Héctor lo miró—. Me da miedo.

El muñeco de la pieza

Espero a que apague la luz y se acueste para empezar. Cuando la penumbra es plena aprovecho la claridad de la Luna. Cierra los ojos y comienzo a girar cabeza muy despacio. No quiero que me descubra. Milímetro a milímetro tardo casi una hora. Cuando escucha ruidos cree que son los gatos en el techo, pero en realidad es el crujido de mi cuello: ruido plástico a juguete. Los silencios ahuecan y me sobra para seguir con la labor de la cabeza. Hasta que lo puedo ver: mira televisión y tiene el control remoto en la mano. No sabe que estoy vivo. No tiene idea de que lo vigilo todas las noches. Porque tengo los ojos pintados y el pelo arremolinado. Con los dedos duros y una sonrisa congelada, lo miro desde el rincón.

El pedazo de patio

—Lo sentí. ¿Por qué no me creés? —dijo Siria—. No me quedo más sola. Esta casa tiene algo basto. No me gusta. —Vos quisiste venir —dijo su novio: Ramiro encontraba la forma de contradecirla—. Y acá dentro no hay nada. ¿Qué querés insinuar?  —Que el cielo es un velo engañoso. —No te pongas así —dijo Ramiro—, me preocupo. ¿Ves este uniforme? No te va a pasar nada. Siria caminó hasta la ventana y se agarró de la cortina, como lo haría una piba. Observó el cielo sobremanera. Ramiro no supo desde cuándo ella había dejado su cabello como la crin de un caballo. Empezaba a temerle, pero en una forma muy especial. Él se sentó y se miró las manos hasta que reparó en la espalda de su pareja, el vestido que traía (de dónde lo había sacado) y las flores que había cortado.  —Amor —dijo ella soltando la cortina—. El cielo es insípido. Siempre tiene la culpa y constantemente me estanco en su cresta. Yo no tengo la culpa, sabés. Sólo me doy cuenta.

Pulp Ficcion

―Sí, son hiperdimensionales. Seres no físicos. Entes transdimensionales, como sondas cybergenéticas, parecidos a plantas. Están abduciendo nuestra fauna, un desastre. Los psicópatas son portales que ellos usan para entrar a nuestro Universo. No tienen alma. Son hechos científicos, la Nasa está detrás del tema. ―Señor, ¿cuánta mortadela de caballo va a llevar?   Viñeta y publicación: Revista Alfa Eridiani

Espacio – Héctor Ranea y Cristian Cano

—Quisiera haber sido el astronauta que salvó a Laika de la muerte. El cura que bendijo a los monos que mandaron al espacio sin retorno, pero que volverían si yo los bendecía. Hubiera querido ser el que salvaba a mi vecina de los ladrones de banco que la tomaron de rehén y mandarlos al espacio con Laika. —¿Pero no la habías salvado? —El espacio multiplica las perras como Laika. Hay multitud. —¿Y qué más? Porque, según me habías dicho, esa dichosa vecinita tuya empezó a emboscar a los perros del barrio. —Le afectó lo del banco. Pero tengo planes para ella, esta vez no se me escapa. —¿Y cuáles son si se puede saber? —Voy a tratar de mandarla al espacio o, en contrapunto, lograr que no se junte con los chinos de la esquina. —Sos el indicado. 

Recordar también mata

Tus dedos tocan el dibujo en el mantel y te llevan hacia el relieve ínfimo de los adentros: viaje misterioso a través de galaxias neuronales que finaliza en una detonación emotiva. Rememorás. La desenterrás desde lo hondo. La arrancás y traés hasta tu lado imaginario y, cuando las células se agotan, menguás como la tarde. Te vas calentando con esos colores rojamente encendidos. Después alguien hace un ruido y te morís. Te vas muriendo porque el atardecer se te cae a pedazos.  

Un caffè ed un sorso di malinconia — Ana Caliyuri & Cristian Cano

Si avvicina ai vetri appannati, gli piace disegnare su di essi col suo indice. A volte delinea note musicali, altre volte gioca con parole che rapidamente cancella. Mou, il padrone del Bar, mi ha dato strette indicazioni di pulire tutti i vetri. Non vorrei interrompere il Sig.. Evanescente, così l'ho soprannominato per il suo affanno di far evaporare velocemente quello che delinea sui vetri. È già tardi, devo pulire quel vetro e l'inamovibile, mi guarda con un certo sarcasmo. Gli sorrisi e quella fu la mia peggiore decisione. Non voglio avere nessun tipo di inconveniente nel lavoro. Non li ho. Mi avvicino falle finestre e vedo un cuore del volume di un pugno. Non avanzo più, preferisco rimanere quieta. Osservo ed egli non c'è. Preferisco sperare che il condensato amore diluisca il disegno.   Del libro inedito Nel bar del "angolo" di Ana Caliyuri e Cristian Cano   Trad: Raffaele Serafino Caligiuri

Un café y un sorbo de melancolía — Ana Caliyuri & Cristian Cano

Él se aproxima a los vidrios empañados, le gusta dibujar sobre ellos con su dedo índice. A veces delinea notas musicales, otras veces juega con palabras que rápidamente borra. Mou, el dueño del Bar, me ha dado estrictas indicaciones de limpiar todos los vidrios.  No querría interrumpir al Sr. Evanescente, asi lo he apodado por su afán de evaporar con rapidez lo que delinea sobre los cristales. Ya es tarde, debo limpiar ese vidrio y él inamovible, me mira con cierta picardía. Le sonreí y esa fue mi peor decisión. No quiero tener ningún tipo de inconveniente en el trabajo. No los voy a tener. Me acerco hasta las ventanas y veo un corazón del tamaño de un puño. No avanzo más, prefiero quedarme quieta. Observo y él no está. Prefiero esperar a que el condensado amor diluya el dibujo.  

Evento

El deslizador descendió sumido en un silencio filoso. Mediante especulaciones la gente detuvo su andar y quedó atenta. La forma de una lágrima color gris oscuro no reflejaba brillos y, por alguna razón desconocida, los vehículos dejaron de transitar. De repente una figura que constituía asombros y miedos: una mantis religiosa verdosamente apabulló y caminó unos metros hasta las personas. Dos metros de altura y ochenta kilos de peso fueron suficientes para las mentes más culturales. Temiblemente telepática e intuitiva a niveles desconcertantes revolvió deseos y odios. Certificó errores y dedujo posibilidades. Hoy nadie quiere hablar del acontecimiento. Lo que sucedió se diluye día a día en las células de la memoria. Otros, observamos el cuadro inolvidable apartarse y no encastrar en las virtudes que nos dicen necesarias.   

Encuentro cercano del tipo jugoso — Cristian Cano & Guillermo Vidal

Mariom bajó la escalera hacia el sótano y se escondió debajo de la mesa de pool. Nervioso, vio a través del rabillo de su ojo cómo la puerta de entrada salió volando. Sí. Salió volando. El Ramstad asomó su pedúnculo plasmático y percibió el temor del chico. En su planeta hubiese extraído su probóscide de ectogámat, pero en la Tierra la atmósfera estaba repleta de microbios. Mariom dio un respingo y se golpeó la cabeza al escuchar un soplido y una inhalación profusa: una densa sensación que le caló en los huesos y terminó por perturbarlo con un quejido jugoso de curiosidad que le hizo pensar en un filete dorándose al asador, aderezado con tres batatas envueltas en papel metálico y un ají renegrido. Mordió con fruición el pedúnculo que se le ofrecía y el Ramstad se retorció de dolor y placer, los últimos estertores fueron de agradecimiento.

En el siglo venidero — Raquel Sequeiro & Cristian Cano

Y la adolescente victoriana dejó ver un trocito de su cuello, el escote que languidecía y suspiraba de amor y congoja y la dejaba embarullada de amor y de celos. Su enamorado estaba en la ventana con la criada. Supuso, viéndolo todo desde el jardín, que esos eran los idilios secretos del marqués, no tan secretos puesto que ella los veía y... El padre interrumpió sus pensamientos. Llegó a caballo, con el perfecto traje de montar de un ilustre mayordomo y la sacó de sus ensoñaciones. El visitante del piso de arriba estaba al salir y ella decidió esperarlo porque el reparo de su padre únicamente confirmó lo que ella tanto deseaba: nunca pensaba en los sinsabores y estaba dispuesta a irse con su fugitivo mental. Mojó su pelo en la fuente. El marqués siempre se imaginó que ella tardaba una eternidad en limpiarla.

El túnel de Ernesto — Cristian Cano y Ada Inés Lerner

  Después de mucho pensar me he decidido a saltar dentro del túnel. Cuando descubrí que existía me puse como loco, porque sabía que Ernesto tenía razón: nunca me gustó su primigenia escritura, por eso la desconfianza. Ahora sé que es verdad. Sé que si abro la puerta del ropero ahí va a estar, la boca negra en el departamento desolado, el diente del despecho vuelto hendidura, la ternura trastocada en encono, el afecto en hostilidad. En ese ambiente pernicioso no hay cabida para un hogar, para el amor fraternal, la amistad, aún la fe en un futuro no tienen cabida. Ernesto representaba todo aquello que yo había rechazado como predestinado. Toda relación con personas y cosas y sacramentos rituales se construye con sentimientos sanos y verdades de a puño. Sin embargo él se empeñaba en destruir todo aquello que su malquerencia le impedía construir.

Lluvia — Cristian Cano y Ana Caliyuri

Cuando se sentaron formando un gran círculo humano supe que no estaban bromeando y que los pensamientos modelan la realidad. Si las moléculas de agua adquieren diferentes formas al momento de congelarse cuando las exponemos a situaciones variables, quiere decir que los pensamientos moldean la materia. Los océanos varían por la Luna ¿Nosotros no somos un 70 % agua? Cuando comenzaron a cantar sentí que me disolvía entre noveles cánticos acuáticos. Ella, sentada a mi vera, me miró acuosa; de sus ojos parecían salir aguijones de hielo. Celosa, la percibí con odio ancestral. Como siempre mis pensamientos fueron por las espumas de la mar; ahí estaba la elegida; la besé apasionadamente hasta que sólo fue olas. Nuevamente el dilema entre Hera y Afrodita; ésta vez pensé en la luna y las mareas. Afrodita y yo nos alzamos a las alturas. Hay muchas maneras de ser agua; hoy fuimos lluvia.

El enojo de los gorriones

Un éter incansable, ingobernable, que se desliza colándose por entremedio de los cajones y la ropa, evidencia el ataque. Ahí, donde nadie quiere estar porque todo cambia irremediable, queda un recuerdo potente que esteriliza. Los gorriones no nos quieren matar con su melancolía, pero están enojados porque los hacemos a un lado. Por favor, no los abandonemos. Ellos se pelean en la tierra con la ferocidad de los leones para demostrar que no nos van a fallar y que son útiles porque son un poco soldados. El gorrión te mira y te busca desde que eras un pibe, acordáte. Recordálo: parado siempre en el alambrado, sin miedo, esperando que lo quieras. Quereme, que tengo pelito de gorrión, saltito de la india, el valor de los leones y las ganas de evitar la muerte.

Un día impensado – Ana Caliyuri & Cristian Cano

Se levantó como todos los días a la hora habitual. El reloj puntualmente marcó los siete pitidos de la hora siete. Alzó la persiana y, como cada día de los últimos doce años, miró hacia la casa de enfrente. Marilyn también se alzaba a la misma hora. Contó los minutos precisos como para cruzarse en la vereda con ella. Al minuto cuarenta y dos Marilyn abriría la puerta del edificio y él como cada mañana podría saludarla y quedarse con esa imagen el resto del día. Si fallaba sería un día perdido. Llamó al ascensor y bajó mirándose en el espejo: pelo batido y cara lavada eran un buen comienzo. Él la vio y le sonrió (¿un segundo más que ayer?) y alcanzaba para revalidar el día. Cuestionó el momento pendular y si iba a poder soportarlo. El momento exacto en el que, compartiendo, se comprueba la soledad.

Lógica de secundaria

  ―Este pizarrón no es verde. ―El profesor se tomó una grapa. ―Este banco no es marrón. ―¿Se habrá tomado una grapa?―dijo agazapado. ―... el objeto recibe el haz de luz, absorbe todos los colores que componen el blanco y rechaza el que nosotros vemos. Ese mismo color, en este caso verde, es el repelido. Por lo tanto, el objeto es todos los colores menos el que siempre vemos. ―¿Oíste, no? No me discrimines más.

Encuentro muy cercano — Cristian Cano y Ada Inés Lerner

Entró a su hogar con mucha hambre porque había estado corriendo durante toda la mañana. Tenía la excusa ideal para darle un buen atracón a los chorizos de picado fino y los bloques de queso pigmentado que su abuela le tría. Cuando ordenó el desayuno sobre la mesa y estuvo a punto de sentarse, una Sigora emergió del queso parisino. La criatura se irguió como lo haría una escolopendra esmeralda hipnotizándolo a medida que ascendía. Y quizás hubiera perdido el apetito si no le hubiera resultado interesante su danza macabra y se dejó hipnotizar. Creyó que podría detenerla cuando quisiera pero no fue así, el insecto hembra le arrancó los ojos y la nariz y copuló con él hasta que murió en sus entrañas, después de dejar las larvas gestándose en el estómago del mortal. Fue el encuentro más cercano con una Sigora del que tuve noticias.

Miserable

Tenía el revólver en la cintura. Por suerte, la camisa colgaba lo suficiente. Los androides se plantaron al otro lado de la calle. Cuatro manos contra mi único brazo. La ráfaga láser me había herido cuando me topé con ellos en el callejón. Programados para matarme, los dos caminaron hacia mí con la lentitud certera de los mismos asesinos a sueldo con los que seguía manejándose el gobierno. Uno de los androides levanta su arma con la velocidad de un rayo y me dispara en las piernas. Al caer, veo que enfunda dentro de su cintura. Ahora, la luminiscencia de sus ojos es clara. Creen que la misión terminó. Piensan que el miserable ha muerto. Saco el viejo Colt y gatillo apuntando a la cabeza: los resortes y tornillos vuelan por el aire y cae pesadamente levantando polvo. El miserable está de vuelta. El único ojo celeste del androide restante se torna oscuro mientras él retrocede. Ahora es un mano a mano. Disparo dos veces y el androide dice algo que no entiendo. Cae de rodillas y murmura p

Déjà vu — Cristian Cano & Carlos Enrique Saldivar

Cuando tiró del cordel, la piel se desprendió íntegra, como si fuese el forro que envuelve los regalos de una navidad apurada. Mariel se despertó asustada: el césped suave y hermoso de su sueño contrastaba artificiosamente con el aullido desgarrado. Apretó las sábanas, pero los latidos de su corazón obtuso gobernaban. Un primer oxígeno hilado la devolvió desde una realidad tardía. Cumplió con el acostumbrado rito: bañarse, cambiarse, desayunar, trabajar, regresar a su casa, sentarse en el sofá, ver la televisión. Abrió los ojos y se encontró nuevamente sumergida en aquella situación: tenía un minuto para tirar del cordel cuatro veces y arrancarse trozos de carne de las extremidades. «Esto me ha pasado antes, ¿en un sueño? Sí. Pronto despertaré». Decidió no mover un músculo. Empero, esta vez era real. Mariel murió degollada. El asesino estaba decepcionado, nunca una víctima se había mostrado tan serena ante sus macabros juegos.

Déjà vu — Cristian Cano y Lucila Adela Guzmán

Cuando tiró del cordel la piel se desprendió íntegra, como si fuese el forro que envuelve los regalos de una navidad apurada. Mariel se despertó asustada: el césped suave y hermoso de su sueño contrastaba artificiosamente con el aullido desgarrado. Apretó las sábanas, pero los latidos de su corazón obtuso gobernaban. Un primer oxígeno hilado la devolvió desde una realidad tardía .para murmurar- Este despertar ya lo viví... Experta en desenmarañar estos errores de percepción llamados “Déjà vu” buscó algún detalle que marcara la diferencia entre lo real y lo soñado. Fue fácil, el ventanal le mostró un césped helado y ríspido, por lo tanto su suavidad había sido soñada. Ya más tranquila, su rostro se iluminó al contemplar al hombre que dormía su lado. -El amor es real - se dijo, acariciando la punta de un hilo que asomaba entre las nervaduras del más bello de los ombligos.

La venganza de Poe — Cristian Cano y Ana Caliyuri

  Le aseguro que el fantasma de Poe me persigue. Se lo vengo mencionando seguido, pero él lo niega. Me pide tranquilidad y que abandone supuestas lecturas ligeras: me afirma que no tienen ningún beneficio. Me encuentro en su living mientras sirve café y reparo en las ideas Poe y ligeras. Es difícil remediar algo en el momento último. No me va a curar con unas horas más. Me acerco al balcón y miro el firmamento. La astronomía no es lo mío, pero el fantasma se las ingenió para plantarme un telescopio allí. No diré que estoy a punto de dar en el blanco, tampoco que estoy próximo a un Eureka, pero hay algo que me alienta a ser feliz. El edificio de enfrente tiene la clave. La rubia del octavo apunta a mí y yo a ella. Finalmente cruzamos nuestros cuerpos celestes, brindamos con agua; ella es mi eternidad.

El enojo de los gorriones

Un éter incansable, ingobernable que desliza colándose por entremedio de los cajones y la ropa, evidencia el ataque. Ahí, en donde nadie quiere estar porque todo cambia irremediable, queda un recuerdo potente que esteriliza. Los gorriones no nos quieren matar con su melancolía, pero están enojados porque los hacemos a un lado. Por favor, no los abandonemos. Ellos se pelean en la tierra con la ferocidad de los leones para demostrar que no nos van a fallar y que son útiles porque son un poco soldados. El gorrión te mira y te busca desde que eras un pibe, acordate. Recordalo: parado siempre en el alambrado, sin miedo, esperando que lo quieras. Quereme, que tengo pelito de gorrión, saltito de la india, el valor de los leones y las ganas de evitar la muerte.  

La tercera guerra – Sergio Gaut vel Hartman & Cristian Cano

Estaba tan entumecido por el frío del pozo que estuvo a punto de perder el sentido en varias ocasiones. Lo único que lo mantenía al margen del derrumbe total era el recuerdo de su amado Pierre, el labrador estonio con el que había compartido la vida desde mucho antes de la guerra. Sin embargo, un nuevo infortunio no tardaría en sumarse a los ya existentes: la bota sucia de un soldado frenó frente a su rostro. Moría, literalmente, si se dejaba al arrebato sentimental. El cuero cuarteado y los grumos de barro yacían inmensos. Cinco centímetros entre continentes diferentes y, coronando lo juguetón de su remembranza y el inminente desmoronamiento, la pequeña bandera de cinco milímetros de largo, por tres de ancho. Pierre abandonó sus células. Reparó en el agua del foso y en sus piernas congeladas. Pero disfrutó de un largo camino hasta los ojos de su clon.

El reto – Ana Caliyuri y Cristian Cano

Armonizar el día no es poca cosa. Hay un reto más allá de la propia jugada, dijo Jack mientras repartía las cartas en el juego de poker. Landop lo miró con el ala del sombrero ladeado, así como se había alzado ese día, con la mente torcida. Las cicatrices sobre la mejilla izquierda hablaban de sus luchas perdidas, sin embargo todos le temían dado que se comentaba que el único reto que el tipo no aceptaba era el que iba más allá del juego. Landop esperó sus naipes y miró a la tabaquera que no conocía. Sacó su Colt y lo apoyó en la mesa. Jack interpretó eso como una advertencia intolerable pero también como la oportunidad única: se levantó y le pidió que guardase su arma. Nunca antes le habían pedido las cosas de esa manera tan... cordial. Cuando intentó guardar el arma la tabaquera lo mató.

Sala verde — Lucila Adela Guzmán y Cristian Cano

Sabrina googleó “niños índigo” y leyó recorriendo a toda velocidad los puntos salientes del texto sin encontrar algún indicio de respuesta. La inquietud la desbordaba cuando sus dedos tipeaban deletreando otra búsqueda “niños cristal” Tanto para leer. Ya eran las tres de la mañana y sus párpados querían llevarla a dormir. Tras tomar un café bien cargado siguió investigando, pero nada, nada que definiera alguna semejanza con sus queridos niños de sala verde. Esas miradas que sentía penetrantes tras su nuca, esos pensamientos que llegaban a su mente con el sonido de otras voces la habían atormentando sin ningún sentido aparente, porque no eran ideas maliciosas. Sin embargo, se sentía menos que ultrajada. Desposeída. Con la madrugada en la ventana le afirmó a su madre que, ese día, no iba a ir al jardín de infantes, pero terminó yendo. Esa mañana una voz le ordenó que tuviese un hijo.

Cortina de sombras - Cristian Cano & Ana Caliyuri

Una figura desconocida pasó ensobrada las cortinas. Trayecto turbio es ese hasta la cocina, pero esa vez no tuve miedo. Ahora, que recuerdo bien, nunca tuve miedo. Camino descalzo para ver si es ella otra vez y compruebo es sólo su sombra que se curva en los pliegues de la tela. La extraño al punto de reconstruirla, punto por punto, línea por línea. Puntada por puntada hago mío su recuerdo para darle vida. A veces, pienso que ella no quiere saber nada de mí y es esa la razón por la cual hoy se ha disfrazado de otra cosa. Me cuesta mucho aceptar lo cambiado que estoy; antes le temía a su densidad, sin embargo finalmente ha despertado mi corazón. Inspiro profundo y me acerco a ella. Cosas inexplicables del amor. Me abrazó fuerte y se fue. Todos hablan de fantasmas, pero aún así ella siempre será mi madre.

El árbol viejo

El viento tironea del árbol y es como una guerra, pero una que sólo él entiende. La vive. ¿La sufre? ¿O es su lucha necesaria? A veces sospecho que está enojado y que hace todo ese lío porque no se tolera. Me recuerda a cuando éramos chicos y nos arrancábamos los pelos.

Cierto miedo - Cristian Cano y Carlos Enrique Saldivar

  El vampiro abrió la mandíbula para liberar el cuello de su víctima y la blanca piel impresionó a la iniciada porque era el primer encuentro con su maestro. Debía observar cada uno de sus movimientos: las miradas se encontraron, filosas y certeramente intuitivas. La cabeza de Fani se ladeó y reposó sobre la almohada. Ahora, el nuevo mundo sin fin le abovedaba los sueños prometiéndole una soledad infinita. Esto la reconfortaba. Las ensoñaciones eran muchas, pero también había pesadillas que se transformaban en pensamientos dolorosos: un esposo, un hijo. Se preguntó si estaba imaginando o era la inmediatez de su pasado. Sintió asco de sí misma por verter lágrimas eternas que pronto habrían de extinguirse. Cuando él volvió la encontró muerta: se había cercenado la cabeza con sus afiladas uñas. El amo lloró sobre el cuerpo decapitado. Se dijo que nunca volvería a convertir a una maniaco depresiva, por más hermosa que esta fuese.

Crescendo — Cristian Cano y Guillermo Vidal

—Tengo un soldadito —le refregó Milos. —Y yo tengo la Espada sagrada —le mostró Manuel. —A mí me trajeron Los Dino-plativolos del espacio exterior. —¿Y qué? —dijo Manuel—. Mi mamá me regaló un cañón láser que dispara caramelos grandes. —Ah, yo tengo un auto que anda sólo y carga nafta sólo y saca unas alas y vuela re-alto, más que todo. —Mmm, —desesperó Manuel—. Mi papá trajo una jaula grande de jubuetes y otra más grande, y yo voy a dormir con los jubetes. —Pero el mío, me va a llevar a un país donde la gente es mala y les va a enseñar a ser buenos y a obedecer. —¿Mami, no es cierto que papa va a construir un jubuete para hacer explotar cosas y entonces todos le van a hacer caso? —Tesoro te dije que no hables del trabajo de papa con los vecinos.

Visita de libro — Cristian Cano y Raquel Sequeiro

Salió desde debajo de la cama. Primero, una mano verde y delgada: Me quedé. Apenas podía respirar. Después: el cuello. Flaco y tembloroso <<Sospechaba. No tendría que haber abierto aquel libro>>. Giró la cabeza en diminutos recorridos, como lo haría un juguete, y me clavó la mirada, despojada de sentimientos. La opaca abertura de su boca comenzó a incrementarse junto a mis temores... Pretendía comerme, asfixiarme o torturarme, de eso estoy seguro. El libro estaba en la mesilla cerrado con llave, tres candados y sujeto por un íncubo portavelas. La danzante llama me alteraba un poco la vista. Pediría amablemente una hoja de reclamaciones: <<No me gusta el color verde, ni su forma de masticarme y luego escupirme>>. Y todo esto porque había rebasado la fecha de caducidad y los personajes se salían por los cantos. Me eché a dormir un poco deshecho y me tapé los pies fríos.

Ecología mutante — Sergio Gaut vel Hartman, Ricardo Cabezas & Cristian Cano

Si un paisaje extravagante puede resultar perturbador, la capacidad de mutación de la selva de Froet ponía a prueba nuestros nervios a cada instante. Habíamos descendido en el sitio prefijado y los equipos de instalación trataban de establecer el campamento cuando la floresta, como el bosque de Birnam en el Macbeth de Shakespeare, empezó a avanzar hacia nosotros. Pero en este caso no se trataba del ejército de Macduff y de Malcolm atacando el castillo del rey de Escocia, sino de la naturaleza viva retorciéndose y mutando en un caos de rojos, verdes, violetas y amarillos. Los alaridos atronadores de miles de árboles acercándose hacia nosotros, se confundían con el pandemónium subsecuente de nuestro campamento. Los hombres abandonaban sus equipos y sus armas desordenadamente, mientras corrían hacia la nave a varios cientos de metros de nosotros. Pero, por cada paso que dábamos, parecía que la distancia hacia la nave se hiciera cada vez mayor. Entretanto, el cielo se oscurecía velozmente

La huella del tiempo — Sergio Gaut vel Hartman, Cristian Cano, Christian Lisboa y Javier López

La cronoscopía se realiza de un modo tal que las sutiles diferencias entre las múltiples versiones del futuro pasen inadvertidas a los ojos de los observadores no entrenados, poco idóneos o mal informados. Hay que considerar que la calidad de cada alteración está vinculada con el grado de compromiso emocional del sujeto involucrado y a la distancia temporal que pretende viajar. Es por eso que Marty Deveraux se puso loco la mañana en que descubrió que Amanda había regresado al punto de origen: 2047. —¡Maldita sea! —exclamó—. Estábamos a punto de conseguirlo. —Dio tres vueltas alrededor del artefacto y consideró la posibilidad de salir en busca de la mujer. Sabía que era inevitable esperar diez minutos para volver a utilizar el transponedor sinaural: un cacharro que cabía en la vertiginosa cartera de una chica de modales generosos. Sostuvo el artefacto con ganas de estrellarlo contra la pared de la habitación. En los últimos días, Amanda se había mostrado inestable debido a la per

Ciudad Industrial y algo gótica — Cristian Cano, Ana Caliyuri, Raquel Sequeiro & Sergio Gaut vel Hartman

Levantarse rápido de la cama es como tirarse por un barranco, le dijo Batman al delincuente que terminaba de atracar el Newest Bank of Ingeniero White. Llegar antes al lugar de los acontecimientos era una materia que estaba empezando a adeudar. Transcurría una instancia en la que nadie le reclamaba nada al héroe de la localidad portuaria, aunque notó cierto estupor cuando, enfundado en un traje rosa, detuvo a los libios que intentaban tomar por rehén al maniquí publicitario de una talabartería. Le llamó la atención el sonido gutural que invadió el corredor del cementerio. No supo si provenía del maniquí, aun destilando fibras fluorescentes, o si era el modo particular de comunicarse que tenía el delincuente del atraco. Tal vez, ambos eran maniquíes, o quizá eran de la misma gavilla. Batman, tomó del cuello al malhechor, y las palabras cobraron color y forma. Cada palabra, se tornó un negro cuervo. Cientos de ellos se lanzaron al ataque. La ciudad comenzó a percibir los vaivenes de las

Las palabras

Las palabras son las únicas asociaciones irreales que con el uso cobran deferentes y coloridos valores, también irreales. Las palabras, a veces, no dicen lo que realmente queremos decir: que por coloridas tanto imperfectas y mentirosas, porque nunca logramos expresar completamente lo que sentimos y, por su diversidad, creemos decir bien. Muy lejos estamos de vaciarnos como un disparo certero, muy remoto es el hecho de contentarnos hasta el último ápice al revolver verdades y decir con ellas. A las palabras hay que ordenarlas, a las palabras hay que decirles, a las palabras hay que putearlas, gritarles: ¡hijas de puta! cuando hacen lo que quieren en nuestro decir inconsciente. A las palabras hay que decirles, muy seriamente, que desconfiamos de ellas.

El otro lado

Zambullirme en la escritura de una novela mientras siento el cómplice murmullo de la gente. Solo y resguardado por la esporádica atención en el café, logro otra diminuta vida.

Dignidades que nadie conoce

Es una persona común y corriente, con las obligaciones que tenemos todos. Me quedé mudo cuando me contó que era amigo de un croto. Uno de verdad. Me dijo que una fría noche le contó un secreto, uno de los que no se cuentan. Me agarró por el hombro y se desahogó. Me dijo que esa noche dos crotos iniciaron una fogata en un tanque de aceite y se repararon de la helada. Que eran como hermanos y que siempre eran unidos. En esa madrugada, mientras uno dormía, el otro lo apuñaló por la espalda. La persona que me contó esto me aseguró, por lo que más quiera, que el croto lo había matado porque siempre le daba lástima.

Un mal día - Cristian Cano y Ana Caliyuri

 …en el medio del café salió el tema. Reparó en una posibilidad que cuadró justo. A partir de ese momento los colores se quebraron y mis manos fueron otras. Me dijo, con todas las ganas, que era un cobarde. ¿Te das cuenta vos? ¡Un cobarde! ―Buscó al mozo―. ¡Sabes para qué escribo, yo! ¡Para olvidar, viejo! Para poder olvidar. ―Ernesto ―Interrumpió― ¿Alguna cosita más? ―No, dejá. Gracias nene. ―¿Pero, y por qué te responsabilizas de algo semejante?  ―No, esperá. Mi madre decía que la estrategia es tan importante como la acción. Bah, algo así. Es decir, estrategia sin acción no sirve y acción sin estrategia es algo así como escribir en el agua… ―¿Te considerás un cobarde? ―No soy cobarde, ni me responsabilizo de algo que es inmemorial para mí. La culpable es ella. No sé si me entendés, ella es la que distorsiona la realidad. Te repito ¡ Yo escribo para olvidar! Y tenés razón, escribo en el agua. Escribo en el agua que cae desde las mejillas de los que creen en m

Sábado - Cristian Cano y Ana Caliyuri

Es la magia de la noche, pensé, mientras un tanto perturbada oí unos oscuros cánticos antiguos que penetraban agudamente por todo mi ser. Fue un aburrido sábado, de esos que la historia no recuerda por anodino. Me acerqué a la puerta tallada en fina madera. La hallé entreabierta y me asomé. Los poros se dilataron en una espontánea ola interrumpida, hasta que el relieve de la puerta pudo anclarme en la realidad. La magia de la noche. La eterna discusión nocturna de la que nadie escapa. El frío otra vez y resolví solemne, salir. Mirar. La figura de una persona acomodada en el balcón. Mirando el mar. Mirando. Tuve deseos de aproximarme, después de todo una silueta es sólo eso, pero necesitaba ver mejor. La nada habitada por alguien difuso y yo, que sinceramente, me sentía diluida por el rugir de la mar. Es que entre el oleaje y mi alma hay una simbiosis bienhechora. Paso a paso, lentamente, me fui acercando a la figura que se hacía cada vez más nítida.   —Hola —dije, pero nada respon

Lectura verdad.

Leyendo la novela El vuelo de la reina , de Tomás Eloy Martines, me di cuenta de lo alejado que puede estar una persona de la capacidad de construir, de querer y de amar, mientras cree que está amando y haciendo lo correcto. Camargo, el dueño del diario y auto convencido dueño del amor de su pareja, deviene en desesperación y fatalidad a pesar de discernir un posible y trágico desenlace (Esto mismo dejando de lado lo obsesivo, increíble). En un momento particular de mi vida, me vi reflejado muy de cerca en la novela, no por parecerme al desdeñable personaje, sino, por comprender que el amor puede llevar a la muerte.