Se levantó como todos los días a la hora habitual. El reloj puntualmente marcó los siete pitidos de la hora siete. Alzó la persiana y, como cada día de los últimos doce años, miró hacia la casa de enfrente. Marilyn también se alzaba a la misma hora. Contó los minutos precisos como para cruzarse en la vereda con ella. Al minuto cuarenta y dos Marilyn abriría la puerta del edificio y él como cada mañana podría saludarla y quedarse con esa imagen el resto del día. Si fallaba sería un día perdido. Llamó al ascensor y bajó mirándose en el espejo: pelo batido y cara lavada eran un buen comienzo. Él la vio y le sonrió (¿un segundo más que ayer?) y alcanzaba para revalidar el día. Cuestionó el momento pendular y si iba a poder soportarlo. El momento exacto en el que, compartiendo, se comprueba la soledad.
No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.
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