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La huella del tiempo — Sergio Gaut vel Hartman, Cristian Cano, Christian Lisboa y Javier López



La cronoscopía se realiza de un modo tal que las sutiles diferencias entre las múltiples versiones del futuro pasen inadvertidas a los ojos de los observadores no entrenados, poco idóneos o mal informados. Hay que considerar que la calidad de cada alteración está vinculada con el grado de compromiso emocional del sujeto involucrado y a la distancia temporal que pretende viajar. Es por eso que Marty Deveraux se puso loco la mañana en que descubrió que Amanda había regresado al punto de origen: 2047.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Estábamos a punto de conseguirlo. —Dio tres vueltas alrededor del artefacto y consideró la posibilidad de salir en busca de la mujer. Sabía que era inevitable esperar diez minutos para volver a utilizar el transponedor sinaural: un cacharro que cabía en la vertiginosa cartera de una chica de modales generosos. Sostuvo el artefacto con ganas de estrellarlo contra la pared de la habitación. En los últimos días, Amanda se había mostrado inestable debido a la persecución que venían sufriendo por parte del gobierno. Acto seguido, sufrió el regreso espontáneo. Marty dejó el transponedor sobre la cama y esperó, arma en mano, a que la puerta fuera derribada.
La luz inundó el cuarto deslumbrando a Marty. Todos los objetos, incluida la cama, se encontraron de pronto en medio de una selva desconocida. Nuevamente había sido engañado. Amanda se reía tras la pantalla y él no podía cambiar el programa porque el transponedor ahora pertenecía momentáneamente a la realidad virtual XYZT del subprograma creado por ella. Debería esperar que la rutina terminase. Un sonido siseante lo alertó, proveniente de un macizo de helechos gigantes.
—¡La serpiente! ¡Maldita serpiente! —se dijo entre dientes sin querer ser oído, sin saber por qué ni por quién.
Amanda apareció en ese instante en la escena. Solo una hoja de parra cubría su sexo. De tan bien fijada y colocada pensó que era una de esas modernas decoraciones de pintura corporal que las chicas solían hacerse en la época de la que ambos provenían.
—¿Quieres probarla? —se insinuó Amanda, apoyando sus labios rojos y carnosos sobre la piel reluciente de una manzana, cuyo color se confundía con el de la boca que se reflejaba en su brillo. Y, diciendo esto, se liberaba de la pequeña hoja de parra y mostraba a Marty su más preciado tesoro.
La historia se repetía. La humanidad comenzaba de nuevo. Pero esta vez, a diferencia de la primera, el pecado original se consumaba sobre una cama de poliestireno extrusionado con colchón de viscolatex. Además, ellos tenían esa especie de mando a distancia que podía cambiar el pasado y el futuro.
Tras dejar que se desbordara su pasión, a ambos solo les quedaba preguntarse quién sería el escribano capaz de reflejar la nueva versión de la historia en las futuras Sagradas Escrituras.
Pero Marty reaccionó a tiempo.
—Hemos configurado un nuevo génesis, un génesis de pacotilla. Y ni siquiera eso nos pone a salvo de las garras de los agentes del gobierno.
—Estás equivocado, como siempre —replicó Amanda—. Esta vez he logrado colocar la secuencia en un plano invisible. Podemos seguir haciendo lo que hacíamos —agregó con gesto lascivo—. Todo depende de nosotros, es nuestra decisión. Tenemos que lograr una estabilidad emotiva, recuerda que cada alteración de las branas, está vinculada a nuestro control emotivo. Si nos revolcamos en una cama de dos plazas y media, como comienzo de virtud humana, da por seguro que el futuro se irá por el caño del desagüe —mientras la escuchaba, Marty le cubrió el sexo con unas hojas verdes y, según la mueca de ella, era como querer detener la peste negra con un té de boldo.
—¿Qué es lo que sigue? —dijo Marty.
—Volvemos —se levantó. El poliestireno extrusionado crujió—. ¡Ay, idiota, son hojas de ortiga!
—Perdón. Esto se está saliendo de control. Lo dejo en tus manos.
Amanda tomó el control y digitó “emergencia”. Al instante, ambos se encontraron frente al consejo de directores extratemporales. Aunque se trataba de representaciones holográficas, estaban en línea y sus decisiones eran inapelables. Dijeron al unísono: “¡Condenados!”
Ante el gesto de horror de Amanda y Marty, el director vocero dijo:
“Ambos han trasgredido las reglas básicas de los viajeros cronoscópicos. No sólo han alterado el origen histórico fundamental. Lo han hecho por causas egoístas, con falta absoluta de control emocional”.
—Pero… estábamos invisibles —dijo Amanda.
—“La invisibilidad es un recurso técnico delicado. Es imposible evitar alteraciones en una intervención primaria. En alguna generación futura, por ejemplo, las mujeres querrán salir de sus hogares, dejar las labores domésticas y trabajar codo a codo con los hombres”.
“Serán asignados a un sector de preservación histórica, de leyendas y mitos. Amanda será una monja y Marty un sacerdote”.
¡No!, gritaron ambos, horrorizados. ¡El celibato me volverá loco, o degenerado! —dijo Marty.
No se preocupen. Podrán volver una vez al mes a “Edén”. Eso sí, jamás podrán tener hijos.
—¿Hijos? ¿Y quién quiere hijos? —contestaron al unísono.
Dicho esto, Marty y Amanda volvieron al cómodo lecho de viscolatex, que de tanta agitación se convirtió en gel fluido, mientras el poliestireno crujía cada vez más.
—¡Ya está bien, queremos dormir! —gritaron unos vecinos que ellos ignoraban tener, apareciendo ambos cubiertos con hojas de parra.
No les costó reconocerlos. Eran los auténticos Adán y Eva. Al menos, no se sentirían responsables del fracaso de la especie humana, si aquellos dos podían procrear. Lo suyo, definitivamente, solo era una realidad alternativa que no influiría en el destino de la humanidad.
Así pues, continuaron con su tarea, y solo la quemazón en la entrepierna de Amanda hizo aconsejable que pararan. Ambos se miraron, preguntándose si aquello era producto del ardor de Marty o un leve recuerdo del episodio de las ortigas. Fuera como fuese abandonaron el lugar, esperando que los 30 días que faltaban para regresar a Edén pasaran pronto. Aquel lugar era realmente divertido.

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