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Ciudad Industrial y algo gótica — Cristian Cano, Ana Caliyuri, Raquel Sequeiro & Sergio Gaut vel Hartman


Levantarse rápido de la cama es como tirarse por un barranco, le dijo Batman al delincuente que terminaba de atracar el Newest Bank of Ingeniero White. Llegar antes al lugar de los acontecimientos era una materia que estaba empezando a adeudar. Transcurría una instancia en la que nadie le reclamaba nada al héroe de la localidad portuaria, aunque notó cierto estupor cuando, enfundado en un traje rosa, detuvo a los libios que intentaban tomar por rehén al maniquí publicitario de una talabartería. Le llamó la atención el sonido gutural que invadió el corredor del cementerio. No supo si provenía del maniquí, aun destilando fibras fluorescentes, o si era el modo particular de comunicarse que tenía el delincuente del atraco. Tal vez, ambos eran maniquíes, o quizá eran de la misma gavilla. Batman, tomó del cuello al malhechor, y las palabras cobraron color y forma. Cada palabra, se tornó un negro cuervo. Cientos de ellos se lanzaron al ataque. La ciudad comenzó a percibir los vaivenes de las sombras que aleteaban incesantemente por todos los edificios. No voy a hablar ahora de gárgolas y pontífices, no soy de este planeta, lo reconozco, me chiflan los maniquíes y el traje rosa es un mero disfraz que esconde mi piel cetrina y mis tres corazones. Es cierto que impido robos. En el siglo 24 la gente es mucho menos entusiasta y la única forma de llamar la atención es vestirme de zombie, porque lo que para ellos simboliza hoy cualquier superhéroe no alcanza siquiera a los que viven en los subterráneos. Me he cargado al tipo de la talabartería en ocasiones diversas, y resucitan. No tengo contacto con los del planeta azul y los del planeta verde no me sirven. Llega a la conclusión, el tipo del traje, de que debe tomarse en serio la ciudad, Newest (de la que salen cuantos nombres hay de tiendas, puentes, parques, submarinos y demás, porque nada escapa a este nombre horripilante para el hombre gris) es un ejemplo claro de ciudad narcisista, remedo futurista de una ciudad clandestina. Sobre estos temas no deja de investigar. El ladrón de bancos está entre rejas y la gente está enfermando gravemente. La maniquí está en su casa, sentada cómodamente en el salón. ¿Les parece incoherente lo que he escrito hasta ahora? Tal vez lo sea. No solo uso un traje rosa para disimular mi aspecto. Tengo cuatro cerebros en línea, que funcionan secuencialmente, y no es fácil conciliar los pensamientos. El coordinador del taller literario al que concurro, freudiano a carta cabal, ha dicho que deje fluir, que todo fluya, que permita que las ideas y las imágenes rueden por la hoja en blanco como gotas de mercurio. Y lo voy a hacer, voy a lidiar con otras cosas mas no quiero que, en medio de este delirio desatado de manos amigas, la puerta de mi casa explote y entre el maniquí que Batman, vestido de muerto, no capturó y me sujete por el cogote. Yo no tengo algo interesante que decirte, aunque, pensando mejor, creo que le dislocaría la pituitaria si lo invito a leer textos raros que escribo con gente que se encuentra a kilómetros de distancia. Por eso, rompo la hoja en blanco y me tomo las gotas de mercurio, para ver si remontan las ideas. Una dos, tres gotas, cientos de gotas; esto me recuerda a las insensatas frustraciones de las que no se tiene retorno. Súbitamente, una de las gotas siento que se aloja en uno de mis tantos cerebros; ya perdí la cuenta cuantos tengo; eso dijo el profesor en una superclase nova: muchachos y muchachas si van a hacer ficción tengan en cuenta girar la testa hacia lo imposible. Sentí que poco a poco comencé a ver con cierto efecto “retard”, digamos que la sensación era similar a tener los ojos en la retaguardia. ¡Esto ya está escrito, está escrito! Gritó el maniquí con cierto dejo de soberbia. Ni llevándolos al siglo XXIV pueden ustedes hacer las cosas más o menos bien. ¡El oficio, señoras, señoritas, señores y afines! El oficio se demuestra en una historia más o menos increíble. Tomé mis cosas, eran pocas, no soy más que la compañera de Batman; el tipo cargado de fama y egoísmo anda de siglo en siglo convenciendo a más de uno de que él pertenece al Sindicato de los ficcionales. Tomé mi Batitablet, saqué las cuentas correspondientes y en el haber aún hay demasiadas deudas con el oficio. Muté en murciélaga y nadie me creyó, sólo Batman cree en mí. Y la maniquí sigue cómodamente sentada en mi salón. Es de un color poliéster esmerilado táctil neutrógeno que me trae loco. La he abducido para que cometa fechorías de las auténticas, es decir, dejar a los del planeta azul en pelotas y los del planeta verde sin luz y con claraboya pendulante.
—¡Despierte, despierte, doctor Manikinov! Es la hora de su gragea verde y de su gragea azul.
Miro a la enfermera con mi ojo biónico, tomo el planeta verde entre el pulgar y el índice de mi mano izquierda y el planeta azul entre el pulgar y el índice de mi mano derecha. Se producen tremendos cataclismos en los dos mundos, pero todo se apacigua cuando los trago.
—¿Está segura de que tomando esta porquería dejaré de ser psicótico? —La enfermera (se llama Irina Zhuravleva-Kosakoff) sonríe como una actriz de cine y yo creo que se parece demasiado a la que le daba los planetas a Jack Nicholson.
—Le doy mi palabra.
Es todo lo que necesitaba. Doy un salto, le arrebato la palabra (no la digo, ni la pienso) a la enfermera, y empiezo a correr. Y corro. Aspiro a llegar tan lejos como permitan mis piernas. Aguanto hasta el último momento y me anclo en la certeza de la enfermera. Las pastillas. Ellas también forman parte de lo irreal.
Despierto en la cama, adolorido. El sabor a remedio y la sequedad en la boca me retrotrae hasta Irina. Me doy cuenta, ahora, que la negación abruma. Miro por la ventana nueva mi ciudad industrial y el puerto hermoso. Ahora la quiero mucho. Me siento en el suelo y abro el cuaderno del colegio. Me desperté con ganas de dibujar. Miro los juguetes que me regala mamá, llorando, y me río. Hoy voy a dibujarlos. El muñeco de Batman y el asesino despojado. 

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