Descubrimos la caseta volviendo a casa un fin de semana en el que Rodrigo quiso ir a disparar las escopetas al campo. Estaba abandonada y tapada de yuyos. Mi primo la abrió con una patada en la puerta, que se desmoronó en una nube de polvo. Lo Conocía muy bien a Rodrigo y les aseguro nunca haberle visto una expresión así. Le pregunté qué estaba mirando, pero no me contestó. Ahí fue cuando la vi: una sombra renegrida le agarró la pierna y lo arrastró para adentro. Salí corriendo. Tampoco me acuerdo de los gritos y sus pedidos de auxilio, porque ese lugar lo ocupa un silencio anormal. Todavía guardo su arma. También las ganas de volver.
No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.
¡Muy bueno!
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