Desenreda la manguera y la estira hasta el árbol. Las hojas secas que caen desde las ramas se amontonan en el cordón de la vereda. Hay barro en el suelo, barro en sus manos. Tres pasos hacia la entrada y el principio de la vereda que divide el jardín en dos perfectas mitades; aloe vera, cactus y pino. Se agacha y abre la canilla que está tapada con un tarrito. Entonces la manguera se mueve, se estira. Se llena con agua. Al otro lado, allá en su punta, el aire que escapa. Agua y aire: la magia es perfecta. En la tarde ve que el cactus no es tan cactus, al pino le salen flores y el aloe regresa tonto de verde.
No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.
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