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Morir resulta caro — Cristian Cano y Nae Sirud

Desde dentro del coche la veo venir. Camina decidida, y trae la mirada sobre el suelo. Me parece que un reparo así funciona como lo haría una defensa. La timidez sería otra forma, pero no estoy seguro. Estiro el brazo y abro su puerta. Ahora sonríe. Cuando me presta atención dice que vayamos a un lugar que conoce bien. Giro la llave, y veo un brillo extraño en sus ojos.
—¿Todo bien? —me atrevo a preguntar al cabo de un rato.
—Tal como lo habíamos planeado. No volverá a molestarte, eres libre. El capital de su seguro de vida pasará automáticamente a la cuenta que he abierto a tu nombre esta mañana.
No contesto, me envuelven los remordimientos. Ella me había tratado bien durante todos aquellos años.
—Tengo que confesarte algo —vuelve a hablar mientras acerca su cuchillo a mi cuello–. En realidad no la abrí a tu nombre.

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No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.

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