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El gato de Lovecraft

Howard saluda a sus amigos camino a su casa. Lo acompaña un gato gris y esquivo que reaparece cada quince metros: en el buzón, desde detrás del rosal en el ingreso al hospital Jane Brown y debajo del portón abandonado. Entonces, en su living, cuelga el saco y se desabotona la camisa. Si hubiese habido otro espectador oculto nos afirmaría que en aquel hogar intimista se percibe otro tiempo. Uno subjetivo. Un transcurrir solapado renegando con lo común, como lucharían dos facciones religiosas y extremistas en el reclamo de pertenencia. Ahora, Lovecraft sube la escalera haciendo rechinar las tablas, y un misticismo evocado desde ese otro lugar indómito hace girar el picaporte de la habitación con dedos flacos y blancos. Los ojos del animal perseguidor hipnotizan desde fuera de la ventana. Él cierra la puerta. Con llave. Y el parpadear del felino secciona una nueva dimensión encandilada. Por eso los ojos no parecen querer abrirse más. Hasta que los encuentra la madrugada eterna. 

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No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.

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