Howard saluda a sus amigos camino a su casa. Lo acompaña un gato gris y esquivo que reaparece cada quince metros: en el buzón, desde detrás del rosal en el ingreso al hospital Jane Brown y debajo del portón abandonado. Entonces, en su living, cuelga el saco y se desabotona la camisa. Si hubiese habido otro espectador oculto nos afirmaría que en aquel hogar intimista se percibe otro tiempo. Uno subjetivo. Un transcurrir solapado renegando con lo común, como lucharían dos facciones religiosas y extremistas en el reclamo de pertenencia. Ahora, Lovecraft sube la escalera haciendo rechinar las tablas, y un misticismo evocado desde ese otro lugar indómito hace girar el picaporte de la habitación con dedos flacos y blancos. Los ojos del animal perseguidor hipnotizan desde fuera de la ventana. Él cierra la puerta. Con llave. Y el parpadear del felino secciona una nueva dimensión encandilada. Por eso los ojos no parecen querer abrirse más. Hasta que los encuentra la madrugada eterna.
Escribir es alejarse, es huir, tomar un avión hacia cualquier lado. Vos sabés de eso, te leo y quedo en otro espacio. Tiene que ver con la tierra, con el aroma y el valor de tus huesos, ceniza de lápiz, una mina con la que te sale tremenda historia. Sabemos cómo es, papel en mano abordamos enojados y empujamos la valija que revienta de libros, estalla de libros. Ansia por dibujar destino, por volver a manchar cuadernos en la primaria. Te gusta pintar y salir de la raya. Así escribís, nos arrastrás bien lejos hacia donde la soledad no da alcance. *L. Velázquez *C. Cano
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