El navegante Ferrucchio abrió los ojos. —¿Dónde mierda estoy? —dijo en voz alta. Pero nadie le respondió. Lo trajo al presente el característico dolor de huevos, propio de cada despertar criogénico. Entonces recordó la misión, el despegue. El hundirse en la blanca y muelle nada del sueño. Quieto, sin siquiera intentar moverse, aguardó a que la IA ordenara la inoculación. ¿Por qué dejaban para lo último el analgésico? No había vuelta que darle: los que configuraron el sueño criogénico eran unos sádicos, y la Inteligencia Artificial no aceptaba actualizaciones. Se enfocaba en cumplir con los objetivos: un brazo reciclado le alcanzó un Abtrón. Ferrucchio miró con asco y se lo tragó. Cuando estuvo sentado en el puente de mando terminó de avivarse. Por fuera, la nave era de última generación; en su interior, estaba pintada con cal al agua. Rogó no haber aguantado la orina durante veinte años.
No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.
¡Muy bueno, los felicito!
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