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Fulgencio abandonado - Marina C. Kohon y Cristian Cano

Se agacha y la panza le cuelga. Las bolsas repletas de latas se le caen. No desperdicia un vaso plástico, no Sr. Sirve para la noche, cuando está más solo. Dice que cada objeto mundano ciñe el sentido, eso o pegarse un tiro. Los ojos pardos, blancos y nevados de frío, de piel dura, de indiferencia, de todo. Levanta el vasito y lo observa. Mira adentro, quiere saber si está lindo para usar. Fulgencio no desea nada de nadie. Es más, da miedo orbitar en su mundo. Se convirtió en un trozo de madera hosco, en un ermitaño del más acá: ese lugar cerquita al que ninguno va. El más acá de Fulgencio, el mal que lo mata. Mundo-Fulgencio. Lo sobrante de la gente. Limpia el vaso de cumpleaños con una telita y regresa a lo suyo. El Emperador y el vasito. Lo complejo desvalorizado. La vida sencilla que destroza todo lo otro. Carne con tierra. Las personas le pasan por un lado como mundos indistintos: inerciales realidades en una Teoría de membranas. Si se miran, el Big Bang. Gente membrana. Pero no importa, la estupidez sale cuando él refriega bien con el trapito: la mirada nublada de lo verdaderamente existencial.
Las rutinas salvan los días y exigen poco. Sólo la atención en el objeto y el detalle. Extiende el trapo, lo dobla con precisión minuciosa. ¿Qué sigue? El plato, claro.  Enjuaga los bordes, que son los más peligrosos. El centro es más seguro. Movimientos que Fulgencio ha ensayado tantas veces… igual es necesario no desviar la concentración, el pensamiento en el blanco, en el centro de ese plato. Un Emperador poniendo orden.
Y luego extendiendo su imperio, que es la forma más segura de no caer.
Ubicando las latas de la bolsa, cada una.  Moverse preciso y apartar las ideas, que a veces quieren filtrarse entre los objetos. En esos casos lo importante es moverse rápido. No dejarlas, no dejarlas, borrarlas rápido. No existen. Qué alivio.

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