Luego de una tempestad que duró dos semanas, escampó. Los lugareños salieron de sus casas a observar el cielo: temían por la siembra y era probable que se hubiese perdido todo. Don Héctor, un anciano del lugar, yacía quieto. Parecía inmovilizado.
—¿Qué pasa abuelo? —le dijo su nieto—. La lluvia calmó, no cae una gota
—Demasiada tranquilidad —respondió preocupado.
El aire denso inquietaba a todos. Las miradas cómplices daban a entender que esperaban algo raro. No sabían qué podía ser. Tampoco era una sensación familiar. Menos los niños, que jugaban en los charcos, estaban todos en vilo.
—¿Por qué no vas con esos chicos? ¿No te gusta embarrarte?
—No —respondió su nieto—. Quiero estar con vos. Hace mucho que no hablamos.
—No es un buen momento para hablar. Mañana, si querés.
—No mirés más el piso, abuelo —Héctor lo miró—. Me da miedo.
—¿Qué pasa abuelo? —le dijo su nieto—. La lluvia calmó, no cae una gota
—Demasiada tranquilidad —respondió preocupado.
El aire denso inquietaba a todos. Las miradas cómplices daban a entender que esperaban algo raro. No sabían qué podía ser. Tampoco era una sensación familiar. Menos los niños, que jugaban en los charcos, estaban todos en vilo.
—¿Por qué no vas con esos chicos? ¿No te gusta embarrarte?
—No —respondió su nieto—. Quiero estar con vos. Hace mucho que no hablamos.
—No es un buen momento para hablar. Mañana, si querés.
—No mirés más el piso, abuelo —Héctor lo miró—. Me da miedo.
¡Muchas gracias, Cristian! Un honor escribir con vos.
ResponderEliminarGracias, Nélida.
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