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La calle de la inexistencia


Inmerso en ese mar de personas que van de espaldas, y que repite multiplicando todos los días el caudal en las mismas horas. No importa lo que pasa, porque es como un río que se lleva todo. Ni siquiera cuando sucede lo peligroso. El caudal es inmenso. Ajeno. Y es lo mismo siempre, desde la niñez lejana. Hasta que en una tarde gris y desde ese horizonte indiferente que son las espaldas de la gente que avanza, alguien mira hacia atrás. Te miran definitivos los ojos que profundamente tienen algo que ver con vos. Te preguntás de dónde es esa mirada. Sabe qué es lo que buscaste toda tu vida. Te convoca. La famosa espina. Y ahora la piel se te congela. Quedás ahí, parado mientras el mar te choca desde atrás. Te empujan. Pero no le das importancia a la corriente intempestiva, porque después de unos segundos ese rostro lejano te empieza a abandonar. Se vuelve aletargado para seguir su camino desconocido. Se torna una espalda más entre tantas espaldas. La imagen repite inolvidable. Te parece que sabe algo muy groso. Y de repente te das cuenta. Te lo quiere decir: la realidad asombrosa que el mundo desconoce. Después, te ahogás con la sensación inminente de querer saber todo lo que te rodea. Te decís que la gente apoya lo que quiere escuchar, y caés en que todo es una mentira.

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No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.

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