Cuando hacía calor me escapaba del colegio para ir al árbol, porque tenía linda sombra. Me quedaba a escuchar los pájaros. Me gustaban los pájaros. Entre sueños, vivía en el tronco, y los gorriones me venían a ver. Un día empecé a entender lo que se decían: los gorriones son gallardos, y a nadie le importa. Con ellos aprendí mucho, hasta que una tarde vi una ratonerita lastimada que se arrastraba, y sentí un pinchazo en el corazón, un pinchazo que se siente cuando un corazón es machacado entre dos piedras. No me atreví a ir más. Ahora no me acerco a los árboles.
No vine a escribir grandes textos, ni grandiosas historias, ni siquiera pequeños relatos. Solo vine a despertar la noche para que revele las luces que iluminan las palabras. Después de todo, alcanza con la confianza en las alas y un poco de brisa madura. Alcanza con dejarse a la deriva y esperar a las musas, a los barcos de la mañana, a los trenes que llegan y se van, con todo lo nuestro se van. Vine a develar, vine a decir. A encontrar, a querer hacer. Alcanza con la confianza.
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